La placa ilegible del almacén de maderas del rey.
En nuestro paseo por la Avenida, esta vez nos vamos a girar ciento ochenta grados y vamos a fijarnos en la Puerta de Jerez. Tradicionalmente, ha sido la puerta sur de la ciudad, pero a raíz de la construcción del Puente de San Telmo y la urbanización del barrio de Los Remedios, es la forma más rápida de acceso al casco urbano desde los municipios de la ribera de Coria y el Aljarafe sur.
En la historia que vamos a ver hoy los ocupantes bajan por el río y los liberadores suben por él. Casi una constante en la historia de Sevilla. Ocultos quedan vestigios, que el ojo bien entrenado sabe identificar. Vamos a localizar, al menos, uno de ellos.
Historia
El siglo XIX trajo consigo la debilidad de la monarquía española, el intento del Príncipe de Asturias de usurpar el trono de su padre y la invasión napoleónica. Desgraciadamente, Carlos IV no estuvo a la altura de su padre. Vivía prisionero del miedo.
Estaba convencido de que iba a haber una revuelta y le iban a cortar la cabeza como a los reyes de Francia. Para evitarlo, había hecho un pacto de colaboración militar y política con la República Francesa. En la guerra contra Inglaterra ya se había perdido lo mejor de la Armada por la falta de pericia de los franceses.
Su esposa tampoco le ayudaba. Las crónicas describen a María Luisa de Parma como una auténtica arpía. Le hacía la vida imposible a su marido y a su hijo Fernando, el Príncipe de Asturias. Colocó a su amante como Presidente del Consejo del Reino. Manuel Godoy, que era un trepa, consiguió en cinco años pasar de guardia de corps a segunda autoridad de España, después de los reyes.
De Badajoz al cielo. Desgraciadamente, ni era capaz ni estaba preparado. Sus méritos eran más de bragueta que de otra cosa. Aguantaba a la pesada de la reina, que no era poco.
Para escarnio público, tuvieron un hijo en común, el príncipe Francisco de Paula, que era el vivo retrato de su padre. Tampoco los que rodeaban a Godoy y a los reyes estaban a la altura. Napoleón los engañó como a un chino. Talleirand, el Ministro de Exteriores de Francia, lo dejó escrito en sus memorias:
- “Para conquistar España sin hacer un solo disparo, solo había un medio: introducir bajo la apariencia de la amistad fuerzas suficientes para prevenir o reprimir en todo lugar la resistencia".

El ascenso al poder de Fernando VII y la traición de Godoy en el contexto napoleónico
Napoleón Bonaparte se ganó a Manuel Godoy porque ambos tenían el mismo origen ajeno a la aristocracia. Habían hecho carrera en el ejército y habían accedido al poder aprovechando el momento y las circunstancias. Los dos eran unos trepas.
Pero Bonaparte era mucho más listo y ambicioso. Despreciaba al español y conocía sus debilidades. Le propuso a Godoy invadir Portugal, dividirlo en tres estados y que Godoy se quedara como Regente del Algarve. Para ello, sus tropas tenían que atravesar España. El válido, cegado por su ambición personal, accedió traicionando a sus reyes y a su patria.
Las tropas francesas entraron en España, supuestamente para ocupar Portugal y Gibraltar. Manuel Godoy preparó la marcha de los reyes a América, como habían ya hecho los reyes de Portugal. En España había un gran descontento con los reyes.
La Hacienda Real estaba en bancarrota por las sucesivas guerras contra Inglaterra. El bloqueo marítimo inglés impedía la llegada de la recaudación de América. Malas cosechas en los años 1804 y 1805 por la pertinaz sequía, retrasos en las pagas de funcionarios y militares, subida de impuestos, crisis económica, hambre… Y ahora, un ejército francés de 50.000 hombres ocupando Pamplona y Barcelona.
La oposición al gobierno de Godoy estaba organizada en torno al Príncipe de Asturias. La formaban los aristócratas más reaccionarios enervados por el origen plebeyo del válido y los clérigos soliviantados por la primera desamortización.
Los cabecillas eran el duque de Osuna, el del Infantado, el conde de Montijo y los hermanos Palafox. Ya lo habían intentado poco antes y habían fracasado. Dieron un segundo golpe de Estado para deponer al trío Carlos IV – María Luisa de Parma - Godoy y proclamar rey al joven y manipulable Príncipe de Asturias.
Napoleón los organizó, los financió y les aseguró que la entrada de sus tropas era para ayudarlos en el golpe de Estado. También les engañó.
Trasladaron a unos alborotadores a los Reales Sitios de Aranjuez, donde estaba la familia real a punto de marchar, y crearon el ambiente necesario para la revuelta. Se la conoce como el Motín de Aranjuez. La turbamulta asaltó la residencia de Godoy y lo apresaron.
Carlos IV, preso del pánico, vio cómo se hacía realidad su peor pesadilla: vislumbró el brillo metálico de la guillotina al final del pasillo. No cesaron los disturbios en Aranjuez hasta que el anunció que había renunciado al trono en favor de su hijo Fernando, de 23 años de edad.
“Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del Gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación abdicar mi corona en mi heredero y muy caro hijo el Príncipe de Asturias. Por tanto, es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como rey y señor natural de todos mis reinos y dominios. Y para que este mi real decreto de libre y espontánea abdicación tenga su exacto y debido cumplimiento, lo comunicaréis al Consejo y demás a quien corresponda.”

La lucha por el poder en España y la resistencia contra Napoleón
La incompetencia de los Borbones dejó a España en absoluta debilidad. En París, Napoleón se frotaba las manos. No le podía ir mejor. Si casaba al tonto del Príncipe Fernando con su hermana, controlaría también España.
Al mes, llamó a la familia real española a Bayona para reconocer al nuevo rey y acordar las condiciones del casamiento. Carlos IV se hizo el remolón y se lo llevó por la fuerza. El pueblo y los militares de Madrid se rebelaron contra los ocupantes franceses el 2 de mayo de 1808. Fueron reprimidos con saña. En Sevilla no pasó nada porque todavía no había tropas francesas.
Estando en Bayona, y viendo lo tontos que eran los Borbones, a Napoleón se le ocurrió que lo mejor era prescindir para siempre de ellos. Enfrentó al padre con el hijo, los engañó a todos, les privó de la libertad y bajo coacción les hizo abdicar de la corona española en favor suya.
Como había hecho en otros lugares de Europa, los sustituyó alguien de su entera confianza: nadie mejor que su hermano José. El nepotismo elevado al trono. Ahora que lo escribo, me doy cuenta la gran influencia que ha tenido Napoleón Bonaparte sobre los grandes mafiosos y narcotraficantes. Es un referente.
Y España siguió dividida en dos. Por un lado, los que consideraban que la monarquía de los Borbones había sido un desastre y que lo mejor era adaptarse a la situación y que el Bonaparte gobernase (afrancesados).
Y por otro, los que consideraron que el pueblo español era mayor de edad y que ningún extranjero invasor tenía que imponer su voluntad por las armas (patriotas). Esta división entre afrancesados y patriotas coincidía básicamente con la que se había provocado un siglo atrás entre partidarios de los Borbones y los Austrias. O más recientemente, entre partidarios de Godoy y de Fernando VII. Básicamente, las élites y el pueblo llano.
Para oponerse a los franceses, en cada provincia se constituyó una Junta de Defensa. Ocupada Madrid, Sevilla tomó la bandera de capital del reino. La Junta de Sevilla se constituyó en el Alcázar el 27 de mayo de 1808, con el nombre de Suprema Junta de Gobierno de España e Indias. Durante el mes de junio se comenzó a planificar la resistencia. Lo primero, firmar una alianza con Gran Bretaña. Se mandaron emisarios.
Napoleón movió ficha. Envió a la flota para tomar Cádiz y someter Andalucía. Fracasaron. Desde Madrid mandó una columna de socorro, llegaron hasta Córdoba, tras vencer a los locales en el puente de Alcolea.
Para defenderse, la Junta de Defensa de Sevilla formó otra columna con las tropas disponibles. La puso al mando del general Castaños. Conocedores del terreno, esperaron a que el calor extremo del mes de julio jugase a su favor.
A la altura de Bailén, con el cauce del Guadalquivir dificultándole la retirada, 27.000 hombres de los regimientos del Campo de Gibraltar, Sevilla, Córdoba y Granada, más de la mitad voluntarios recién incorporados, hicieron picadillo a los 21.000 invasores de la columna del mariscal Dupont.
De madrugada, los regimientos españoles se posicionaron para la batalla. Todavía de noche, la preparación artillera corrió a cargo de las baterías de Sevilla. Dispararon como si no hubiese un mañana. Refrigeraban las piezas con el agua que le arrimaban los vecinos de la zona. La superior cadencia de tiro de los españoles hacía inútil el fuego de contramedida de los cañones ligeros franceses.
Durante toda la jornada los fusileros de Córdoba mantuvieron la formación sin fisuras. Apegados al terreno, entre los olivos y con paciencia, fueron haciendo bajas entre los enemigos. Uno, otro, otro más... Los franceses se movían ordenadamente, sin perder la cara, aunque les costaba mantener las posiciones. Se notaba que estaban bien dirigidos.
Por sorpresa, por la parte del camino de Porcuna apareció la caballería de Granada haciendo inútil el movimiento francés por el flanco. Conforme avanzaba el día hacía más y más calor. Los civiles de Bailén retiraban a los heridos y abastecían de agua fresca a los nacionales. La Infantería de Marina de San Fernando remató el trabajo en primera línea con la precisión de un cirujano.
La puntilla para los franceses fue, cuando empezaba a decidirse la batalla, que las tropas suizas chaquetearon y se pasaron al bando español. La noticia corrió como la pólvora por toda Europa. Las tropas de Napoleón no eran invencibles. Habían mordido el polvo en España.

Atemorizado por la derrota, José Bonaparte abandonó Madrid y puso pies en polvorosa. Maldijo la hora en que a su hermano se le había ocurrido embarcarlo en este follón de España. Se paró en Vitoria el 28 de julio. Su hermano le mandaba un nuevo y más poderoso ejército para mantenerlo en el poder. Envió a España los 250.000 hombres de la Grand Armée.
En septiembre se constituyó en Aranjuez la Junta Suprema Central, para coordinar a todas las Juntas Provinciales de España. Se trasladó a Sevilla en diciembre. Una vez más, la ciudad volvía a ser la capital del reino, el rebelde, en este caso. Este estado de cosas duró un año.
El 23 de enero de 1810 se supo de la entrada del nuevo ejército francés en Córdoba. Venía arrollando a las tropas españolas desde la frontera kilómetro a kilómetro. A pesar del refuerzo británico, la derrota en Ocaña les había abierto a los franceses las puertas de Andalucía.
No había tropas suficientes para defender Sevilla. Había que evacuar la ciudad. Para evitar la rapiña de los franceses, las familias más acaudaladas recogieron sus pertenencias más valiosas y se marcharon a sus cortijos en el campo. Los frailes del convento de Capuchinos desmontaron los cuadros de Murillo y los embarcaron rumbo a Sanlúcar.
Lo mismo hicieron los hermanos mayores de las hermandades de Semana Santa. Evacuaron todos los enseres de valor, especialmente el oro y la plata. Los Carmelitas Descalzos, ante la imposibilidad de evacuar, malvendieron deprisa y corriendo sus pocos enseres. La Junta Suprema Central partió para Cádiz. Después de la desbandada, Sevilla era ciudad abierta.
Una semana tardó el ejército francés en aparecer. El 1 de febrero, José Bonaparte se bajó de su carroza frente a la Puerta de Jerez y entró en Sevilla pacíficamente montado a caballo. El Asistente había negociado la capitulación de la ciudad.
Se respetaría vida y hacienda de los no resistentes y el ejército francés se hospedaría en los cuarteles y conventos designados por el Ayuntamiento. A hacer la pelota a un rey, a la ciudad de Sevilla no la iguala nadie. Tiene mucha experiencia. En un par de días le preparó a José I un recibimiento a la altura del que tuvieron Felipe V o Felipe II.
Bandas de música y colgaduras en los balcones recibieron al nuevo rey. Por la calle San Fernando, Puerta de Jerez, Santo Tomás, Archivo de Indias y Gradas hasta la Catedral pasó José I a caballo escoltado por lanceros franceses y coraceros de la guardia municipal. No venía solo.
Le acompañaban los barones de Darricau y Senarmont, así como los consejeros de Estado Blas de Aranza, conde de Cabarrús, conde de Montarco, Menéndez Valdés, duque de Treviso y marqués de Ríomilanos y los ministros O’Farril, Urquijo y Almenara. Fue recibido en la Catedral y, como hacen todos los reyes, pasó al Alcázar. Esa noche se iluminaron los edificios públicos. El partido afrancesado en Sevilla era potente.

La Semana Santa de 2010 fue una de las más peculiares. Las hermandades estaban soliviantadas. El patrimonio que no pudo ser puesto a salvo fue objeto del saqueo de las tropas invasoras. La noche del 3 de febrero un piquete de franceses irrumpió en la capilla del convento de San Basilio, sede de la hermandad de La Lanzada. Saquearon el templo llevándose todo lo de valor. La Virgen del Buen Fin fue mutilada con varios sablazos en el rostro. Para no dejar rastro, le metieron fuego a la capilla. Ardieron las imágenes de la Magdalena, Longinos y un sayón judío. Un grupo de hermanos se enfrentó con los soldados invasores a palos, logrando recuperar las tallas del Crucificado, San Juan y otras imágenes. Lograron salvarlas llevándoselas a la parroquia de San Marcos.
En el mes de marzo demolieron la capillita de La Soledad, en la calle Baños. El solar lo convirtieron en un establo. En el traslado se perdieron joyas, enseres y documentos. Esta fue la nota común en todos los traslados motivados por las desamortizaciones y los apresurados derribos de iglesias y conventos. Las pérdidas fueron significativas.
La hermandad del Silencio ocultó la imagen de su Nazareno en un emparedamiento con ladrillos en el muro de la casa del Marqués de la Rianzuela. El paso de carey y plata del Señor fue encontrado cuatro años después en un cortijo de las cercanías de Andújar, prácticamente desmantelado. En este estado de cosas, las hermandades acordaron no hacer estación de penitencia.
El rey José I tenía estudios. Era abogado. No hablaba un pijo de español, pero era sensato. Había leído que en Sevilla había una Semana Santa muy bonita y les dijo a sus edecanes que él quería verla. Fueron a hablar con el arzobispo, que bajo coacción se plegó.
Consiguió que tres hermandades se prestasen a la salida en la tarde del Viernes Santo: la del Prendimiento de Cristo, de Santa Lucía, la del Gran Poder, de San Lorenzo, y la de las Tres Necesidades, de su capilla propia en la Carretería. La primera y tercera llevaron su ordinario cuerpo de nazarenos penitentes, y la segunda convite de gala y duelo. El rey José las vio desde las Azoteas del Alcázar. Razones de seguridad impidieron que se acercase a los penitentes. Iban enmascarados y con amplias túnicas. Cualquiera podía llevar un arma.
Ese Viernes Santo el ejército francés estuvo desplegado por las calles de Sevilla. El joven farmacéutico militar Sebástien Blaze de Bury estuvo a pie de calle. Quedó asombrado por la figura y el atuendo de los más de mil nazarenos que pudo contar, y también preocupado porque aquella enorme masa de penitentes parecía “un ejército disfrazado”.
Este boticario militar escribió un libro de memorias sobre sus experiencias durante la invasión de España. De Sevilla echó pestes por las deficientes condiciones higiénicas y sanitarias que apreció, pero cayó rendido por su belleza.
Después de obligar a salir a las hermandades para que las viese el rey José I, el 22 de abril, Domingo de Resurrección, el Ayuntamiento dio un gran baile en su honor en el Archivo de Indias. El interior estuvo decorado de lienzos, pinturas y luminarias. Los arcones fueron cubiertos con bellos paños para deleite de todos los que asistieron. Durante una hora y media el rey permaneció en la fiesta, pasado este tiempo regresó al Alcázar.
Esta demostración de chaqueterismo y de hipocresía enfureció aún más al pueblo llano, que no entendía nada de lo que estaba pasando. Se preguntaba que para qué tanta guerra, si a la hora de la verdad los que mandan los iban a dejar tirados. Un ejemplo bochornoso era el del cura Alberto Lista, que de movilizar al pueblo contra el francés en las páginas de La Gazeta, pasaba a justificar y dar cobertura moral al ocupante. Hasta le escribió un panfleto laudatorio al mariscal Soult.
Tampoco se quedaron atrás el párroco de Santa Cruz, padre Reinoso, que obtuvo una canongía, ni el Abate Marchena, que ni era fraile ni nada. Un propagandista más del nuevo régimen. Como Justino Matute, el arcediano de Niebla, el cura de Santa Ana o el abate Sebastián de Miñano. Tampoco se quedaron atrás los aristócratas de segunda fila, buscando alguna prebenda: el marqués de Loreto, el de Ribas, el de La Granja, de Castilleja, de Las Torres, de Albentos, de Tablantes, de Íscar, de Torreblanca y el Conde de Villapineda. Todos chaquetearon. El colmo de la desvergüenza fue cuando organizaron el ciclo de corridas en La Maestranza en honor de José Bonaparte. La plaza se llenó.
Evidentemente, los franceses no tenían intención alguna de cumplir con las capitulaciones que había firmado. El colmo fue la ocupación y demolición de los conventos. San Francisco, Santo Tomás, San Agustín, la Merced, San Basilio, Regina, Menores, Santo Ángel, El Pópulo, San Acacio, San Luis, San Clemente, La Encarnación, La Cartuja, San Benito… fueron exclaustrados y saqueados. Los convirtieron en cuarteles, caballerizas, hospicios o mercados.
El que no, fue demolido. Igual que las iglesias de La Magdalena y Santa Cruz. Se ensañaron con la Sevilla barroca. Para desmontarla y venderla en almoneda.
Durante todo el periodo de ocupación francés estuvo establecido el toque de queda. Se decretó que las tabernas, casas de bebida y cafés cerraran en los meses de noviembre, diciembre, enero y febrero a las ocho de la tarde, mientras que el resto del año podían hacerlo una hora más tarde.
A partir de la anochecida, para transitar por las calles había que llevar un salvoconducto expedido por las autoridades francesas. Era necesario llevar una luz. No estaba permitido transitar a oscuras.
Con José Bonaparte en el Alcázar, el mariscal Soult se había establecido en el Palacio Arzobispal. Actuó como un virrey. Llevaba el inventario de las obras de arte del expolio que se iban depositando en el Alcázar. Con la excusa de que lo habían convertido en un museo, recopilaron los 999 cuadros de más valor que encontraron. Soult se quedó para él con 173, entre ellos 32 de Murillo, 28 de Zurbarán, 25 de Alonso Cano, 8 de Valdés Leal, 5 de Herrera el Viejo, 3 de Rubens y 2 de Roelas. Los mejores. Estos cuadros robados fueron vendidos por Europa.
Si hay que devolver el arte expoliado por los nazis a los judíos, los ingleses a los griegos, los franceses a los egipcios y los españoles a los mayas, a ver cuándo devuelven estos cuadros robados al pueblo de Sevilla. Llevamos más de dos siglos esperando.
Por fortuna, la incultura de los ocupantes franceses les hizo pasar por alto el valor de la documentación que se custodiaba en el Archivo General de Indias. Especialmente los mapas y cartas náuticas de un valor incalculable pasaron desapercibidas para los ocupantes.
No le dieron el menor valor. Es cierto que en aquella época estos documentos no se cotizaban como hoy en día. Se centraron en los cuadros y en las joyas, que viajaban bien y tenían una salida inmediata. No hay registro de que se expoliasen los fondos o el mobiliario del Archivo durante estos dos años.
Las hermandades de Semana Santa se constituyeron en uno de los focos de mayor resistencia civil a la ocupación francesa. En 1811 sólo salieron la hermandad de la Sagrada Entrada y la Quinta Angustia, mientras que en 1812 ya no salió ninguna cofradía.
Otra de las cosas más curiosas de Sevilla es que, desde tiempos de los romanos, no tuviese un puente en condiciones para cruzar el río. Ni siquiera en los reinados de Alfonso X, Felipe II o Carlos III se pudo construir esta infraestructura tan necesaria.
Hubo proyectos, pero no se llegaron a empezar las obras. Los sevillanos seguían sufriendo el endeble puente de barcas. Por supuesto, tampoco Pepe Botella se planteó solucionarlo. De hecho, los franceses no hicieron nada de provecho en Sevilla. Abrieron las plazas sobre los antiguos conventos demolidos como lugar donde concentrar tropas para disolver las protestas y algaradas.

La batalla de Sevilla
A la condición de Muy Noble, Leal, Invicta y Mariana ciudad de Sevilla, se le une el título de Heroica. El 27 de agosto de 1812 asomó por Castilleja de la Cuesta un ejército combinado de 4.000 patriotas de Huelva, 700 portugueses del Algarbe y 1.000 militares regulares ingleses con su bonito uniforme rojo. En La Pañoleta se unió la Leal Legión Extremeña, que bajaba a caballo por el pago de Heliche.
A la cabeza, un escocés vestido con el uniforme del Terzio Vecchio di Napoli. Llevaba en la mano la espada de Pizarro. En la curva de la Cuesta del Caracol desenvainó la espada, señaló a Triana y dijo: ¡A por ellos!
Las tropas de Caballería que iban en cabeza consiguieron vencer la primera línea de defensa francesa entre Camas y el monasterio de La Cartuja y se internaron por la calle San Jacinto. Los vecinos de Triana, navaja, trillo, escoplo y gubia en mano, se echaron a la calle a la caza del francés.
La cuadrilla del Mantequero salió de sus escondrijos y fue especialmente efectiva. También apareció la partida de Trigo por el camino de Coria. Tenían experiencia rebanando pescuezos. Lástima que se habían llevado a Badajoz como obispo al puñetero cura afrancesado, porque le hubiese llegado su hora. Los trianeros rodearon el castillo de San Jorge y montaron barricadas improvisadas.
Las balas silbaban por todas partes. Los muertos se acumulaban en El Altozano. Se atendía a los heridos en los soportales de San Jacinto, antes de llevarlos al convento o a la parroquia de Santa Ana, donde los cirujanos de guerra realizaban las curas de urgencia y amputaciones improvisadas.
- “Jefe de compañía llamando a cuervo. Jefe de compañía llamando a cuervo. Respóndeme Jhonny.”
Tres arremetidas de los lanceros a caballo de la Legión Extremeña fueron necesarias para vencer la oposición francesa en San Jorge. Terminaron cediendo y se tiraron al río para ganar a nado la orilla de Sevilla. En un arrebato de locura, poseído por el espíritu del conquistador, John Downie espoleó su caballo y a galope tendido se internó por el puente de barcas con la espada de Pizarro al aire.
Una mina bajo el puente de madera explosionó y jinete y caballo cayeron a la vez. No se veía nada por el humo de la explosión. El puente de barcas había volado por los aires. Los jinetes de Badajoz que iban detrás de su coronel lo localizaron malherido en el agua, la cara cubierta de sangre. Como pudo, les tiró la espada y le dijo: ¡A por ellos! Perdió el sentido y su cuerpo se lo llevó la corriente río abajo.

Enardecidos por la bravura del escocés, esquifes y pateras se aprestaron a pasar a los soldados a la orilla de Sevilla. Sueltos de amarras, varios barcos llegaron a la orilla de Triana. De forma improvisada, los carpinteros se afanaban en reparar el puente de barcas. Dentro de las murallas sonaban las campanas. Las mujeres cuelgan de los balcones telas rojas y gualdas. Por las calles de Sevilla sale el pueblo a tomarse la justicia por su mano.
Había muchas ejecuciones de “brigantes, insurgentes y bandidos” que vengar. Mucho abuso, violación y expolio pendiente. Demasiado hospedaje sin pagar. Tanta contribución, tanta hambre y tanta carestía que habían traído.
Tanto mendigo. Los 8.000 soldados franceses de los ocho batallones de Infantería y dos regimientos de Caballería que había en Sevilla no fueron suficientes para contener a la turbamulta enfurecida. Era el momento de ajustar cuentas.
¿Dónde está el conde de Montarco?, se escuchaba por La Moneda.
“Aterrados los franceses por aquella complicación de terribles circunstancias, viendo ocupado por los españoles el fortín de Santa Brígida, tomada la batería del Patrocinio y oyendo los gritos del pueblo que disponía en Triana una resistencia formidables, unos evacuaron a La Cartuja, siguiendo el margen del río sin ser perseguidos en su retirada; otros se entregaron a los soldados españoles en calidad de prisioneros; muchos perecieron en las calles del antiguo barrio de Comitres, y los que lograron pasar el puente y trataban de cortarlo para detener la victoriosa marcha de las tropas de Mourgeon sucumbieron al ataque de los paisanos, que cegados por el rencor atropellaron después varias casas, cometiendo algunos desmanes.”
Aprovechando que muchas casas que habían ocupado los cargos franceses y las de acaudalados colaboracionistas estaban vacías, ladrones y rateros hicieron su “agosto”, nunca mejor dicho. Fueron desvalijadas a conciencia.
No se sabe cuántos muertos hubo. No hay referencias escritas sobre este hecho. Sin necesidad de embestirlas, las puertas de Sevilla se abrieron desde el interior. Durante tres horas repicaron las campanas de la Catedral celebrando la liberación.
Unos días antes, el mariscal Jean de Dieu Soult había salido por la Puerta de Córdoba con una caravana de carretas cargadas de cuadros robados para no volver más. Lo dicho, a ver cuándo vuelven los cuadros. Se llevó también los dos millones de reales de la Caja del Ayuntamiento.
“[…] atravesaban el puente por las vigas que no habían podido acabar de cortar los enemigos, los obligaron a encerrarse en la ciudad por la puerta del Arenal. Los vecinos habilitaron al momento el puente con tablones […]. Franqueada esta puerta, internáronse los españoles en la ciudad, cuyos moradores con sus gritos de alegría, con el ruido de las campanas que echaron al vuelo, y con la persecución que emprendieron contra los franceses, lograron atemorizarlos de tal modo, que corrían por las calles en el mayor desorden […], [los cuales] se precipitaron fuera de los muros por las puertas Nueva y de Carmona, camino de Alcalá […]”
A la una de la madrugada del día 28 de agosto, las tropas liberadoras formaban en la plaza de San Fernando aclamadas por el pueblo de Sevilla. El general De la Cruz Mourgeon, sevillano de nacimiento, accedió al Cabildo donde se proclamó a Fernando VII. Sevilla permaneció iluminada y con colgaduras durante tres días y tres noches, festejando la liberación con numerosos actos.
“Libre apenas Sevilla de la opresión de las tropas francesas, que por espacio de dos años y medio había sufrido con todas las vejaciones que les inspira el furor de sus jefes en las propiedades, en las subsistencias, en las habitaciones privadas, en los edificios públicos, profanos y sagrados, vio con admiración amanecer el día 27 del pasado, y entrar en su recinto las vencedoras tropas de la división expedicionaria del IV Ejército”.
A la mañana siguiente se celebró la misa solemne que ofreció el obispo y tanto el Cabildo como los oficiales ingleses, portugueses, españoles y demás cuerpos principales pasaron en procesión delante del cuerpo incorrupto de San Fernando, que estaba descubierto.
El 29, los festejos se prolongaron con una función de teatro y con corridas de toros en La Maestranza y para el día 30, se proclamó la Constitución de Cádiz entre las aclamaciones generales. Terminada la misa, el pueblo y el clero juraron la Constitución, seguido de un Te Deum.
A la conclusión de la misma hubo gritos de “viva la Nación”, “viva la Constitución”, “viva el Rey” y “viva la Regencia”. Tras este acto se dio en el Patio de Banderas del Real Alcázar “un magnífico baile con bebidas, y banquete, en cuya función compitieron a porfía el lucimiento, el gusto y la suntuosidad”.
Por último, el 1 de septiembre volvió a realizarse una función religiosa en honor a los soldados que combatían a los franceses, la cual estuvo acompañada de descargas de fusilería. A la llegada del Duque de Wellington, mozos sevillanos desengancharon las mulas de su carruaje y lo llevaron a hombros, como un paso de Semana Santa, hasta la casa de los Ponce de León, entre las aclamaciones generales.
Los franceses habían conseguido hacerse en el río con el cuerpo malherido del coronel John Downie. Lo ataron a un cañón y se lo llevaron, primero a Alcalá de Guadaíra y después a Marchena.
Precisamente, en Alcalá enterraron a su amigo John Scrope Colquitt, teniente coronel jefe de la Light Company del 3er Batallón del 1st Regiment of Foot Guards, que se tiró al río para intentar salvarlo. Enfermo gravemente de tifus como estaba, Scrope falleció en Sevilla el día 5 de septiembre, pero su cadáver fue trasladado a Alcalá donde se encontraba su unidad acuartelada.
Fue enterrado solemnemente a las afueras donde quedó un monolito que fue conocido popularmente como “La Cruz del Inglés”. Pasado un tiempo, los franceses canjearon a John Downie por los 190 de los prisioneros que se hicieron en Sevilla. Tenía una herida profunda en el costado y había perdido un ojo. Lo pasaportaron para Escocia.
Lo normal en cualquier ciudad es que en el Altozano, en vez de la estatua al torero Juan Belmonte, se hubiese erigido una conmemorativa de la gesta de Juan Downie.
Probablemente, no la tiene porque tras volver y españolizarse del todo, con conversión al catolicismo incluida, el mariscal Juan Downie, parche perenne en el ojo tuerto, fue nombrado Teniente de Alcaide del Alcázar. Recibió con deferencia a todos los ingleses que venían a visitarlo en el Gran Tour. Durante su mandato se encalaron los azulejos mudéjares. Tomó partido por el absolutista Fernando VII y planificó una intentona para liberarlo con ocasión de su paso por Sevilla durante el Trienio Liberal.

Sobre la ineptitud de Fernando VII basta decir que pasó de ser considerado como el “rey deseado” al principio de su reinado al “rey felón” al final.
Hay que decir también que el general sevillano Juan de la Cruz Mourgeon y Achet, no tiene ni un triste monumento, cuando aquí se le dedica uno al primero que pasa por la esquina dando gorgoritos.
¡Le acaban de poner uno al Pali! Ni una triste placa, ni una triste calle de barriada de periferia recuerdan al general De la Cruz, siendo un perfecto desconocido para los sevillanos de a pie.

La única referencia que existe recordando la liberación de Sevilla de la ocupación napoleónica es una lápida, para mayor vergüenza hoy ilegible por su deterioro, que se erigió en el lateral del edificio del Almacén de Maderas del Rey, en la esquina de la calle Arjona con la calle Segura. Es fácilmente visible porque está a pie de suelo y se supone que dice así:
“El día veintiocho de agosto de mil ochocientos doce se celebró en este lugar una solemnísima misa de acción de gracias, que oyeron formadas las tropas españolas vencedoras de los ejércitos napoleónicos que habían invadido nuestra patria. El Ayuntamiento de Sevilla en perpetua la memoria de tan fausto acontecimiento, mandó colocar esta lápida.”
Edificio del Almacén de Maderas del Rey
Es curioso el edificio del Almacén de Maderas del Rey. Ubicado extramuros a la izquierda del desembarco del Puente de Triana, frente al Barranco. Fue construido en 1735 con la finalidad de almacenar las maderas de los pinares de la Sierra de Segura que descendían flotando por el Guadalquivir hasta Sevilla.
Esta madera se utilizaba tanto en la edificación de la obra civil sevillana como en la reparación de embarcaciones en las Atarazanas o para la fabricación de bancadas y armones para el transporte de piezas de la Fábrica de Artillería.
Originariamente, solo tenía el cuerpo de la planta baja, aunque su altura era muy superior a la que tiene hoy en día, ya que como ocurre con las Atarazanas, parte ha quedado soterrada como consecuencia de los rellenos y movimientos del terreno para defensa de las crecidas del río.

“La madera de la Sierra de Segura no solo abasteció a Sevilla. Entre 1733 y 1836, los Montes de Segura mantuvieron un régimen jurídico especial a raíz del establecimiento del Negociado de Maderas, dependiente del Ministerio de Hacienda: la Provincia Marítima de Segura. A partir de 1748, con la explotación y administración por parte de la Marina de un espacio, cuya superficie arbolada se extendía en el siglo XVIII desde la parte oriental del antiguo reino de Jaén, hasta el reino de Murcia. La Sierra de Segura surtió de madera a obras de carácter civil y naval, se edificaron y se repararon conventos, iglesias y catedrales, como las de Córdoba y Jaén. Los arsenales de La Carraca (en Cádiz), Cartagena e incluso de forma puntual los de El Ferrol, se abastecieron de esta madera durante el siglo XVIII. La madera descendía por el Segura hasta el Mediterráneo o por el Guadalquivir, llegando a Córdoba o Sevilla.”
Estaba esta planta baja original coronada por unos cuerpos aislados rematados por tímpanos de doble curvatura similares a las espadañas, excepto en las esquinas, donde se remataba por cuatro pequeñas torres de vigilancia o garitas, al igual que existen en otros edificios industriales construidos por la Corona en esta época, como las Fábricas de Artillería y de Tabacos.
Estas garitas de los ángulos están rematadas por cúpulas esféricas y tímpanos triangulares. De la cubierta sobresalen unas poderosas gárgolas en forma de cañón para el desagüe de las cubiertas. Todo ello proporciona al edificio un aspecto representativo de la arquitectura industrial del barroco sevillano tardío, a la vez que un cierto aire colonial.
El Almacén de Maderas del Rey estuvo en funcionamiento como tal hasta mediado del siglo XIX. A la construcción del Puente de Triana, y con ello la desaparición del Puente de Barcas, que hacía de final del camino a las maderas, se le unió la llegada del ferrocarril pocos años después, algo que trajo consigo un cambio en el transporte de la madera que a partir de ese momento llegaría en tren.
Como pasa con las cosas en Sevilla, el edificio llegó a estar en estado de total abandono, hasta que en 1958 se rehabilitó elevando dos plantas de viviendas sobre la planta baja original, según el proyecto del arquitecto Alberto Balbontín.
Dada la gran anchura del muro de la construcción original, las fachadas de la nueva parte construida se retranquean con respecto a la de la planta baja, haciendo resaltar los salientes de espadañas y garitas originales, algo que se resalta aún más por hacer las esquinas cóncavas en la parte nueva de la construcción.
Esto sirvió también para que se aprecie la diferencia entre el edificio original del siglo XVIII y el añadido posterior del siglo XX. Hasta hace unos años se ubicaba en la planta baja la estación de autobuses Damas. Después albergó un taller y concesionario de coches. Y desde hace poco contiene un supermercado.

Así que, paciente lector, le animo a que, la próxima vez que pase caminando por esta esquina, se detenga ante la placa ilegible y se gire hacia el lugar donde en tiempos pretéritos hubo un débil puente de barcas.
Recuerde que sobre él cabalgó un caballero iluminado espada en mano para liberar a Sevilla del yugo del invasor extranjero. En esa misma esquina se celebró la misa de acción de gracias. Amén.
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Me ha parecido extremadamente interesante, no solo por la forma en la que está explicado sino por lo que se cuenta de la ocupación napoleónica de Sevilla, datos muy desconocidos, pero no por ello menos interesantes. Enhorabuena al autor.
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