Un paseo por la Avenida de la Constitución: Vestigios, cuando Fernando VII usaba paletón
En nuestro paseo por la Avenida, esta vez vamos a mirar por detrás del Archivo de Indias hacia los muros del Alcázar.
Allí se tuvo que refugiar de su pueblo el rey más impopular que nunca hubo. Pero no se quiso ir. Fernando VII el okupa. Lo tuvieron que declarar “demente temporal” para echarlo.
Otro ejército invasor se divisaba por el norte. Quedan vestigios
Mientras los franceses ocupaban Sevilla y asediaban Cádiz, las Cortes de la España Liberada se reunieron en esta última ciudad.
En ausencia del rey legítimo, una Regencia de cinco miembros se encargó de la dirección de la guerra y la reconstrucción del Estado.
Mientras, las Cortes allí reunidas redactaron la primera Constitución española.
La Constitución de 1812
Entre los diputados de toda España y América había tres corrientes de pensamiento: los partidarios de seguir anclados en el Antiguo Régimen, quienes deseaban una reforma templada a la inglesa y aquellos que, influidos por las doctrinas y ejemplo de Francia, consideraban que la reconstrucción había de ser más radical. Se impuso esta última corriente.
El 19 de marzo de 1812 se aprobó la “Constitución de Cádiz”, situando a España y sus territorios por el mundo en la vanguardia de los derechos políticos de la época.
La principal medida que incorporaba la Constitución de Cádiz era que en el Antiguo Régimen el Rey había ostentado su condición en virtud de un título divino, ahora lo hacía por la gracia de Dios y la Constitución.
“La soberanía, poder pleno y supremo del Estado, que hasta entonces había correspondido al Rey, pasa ahora a la Nación, como ente supremo y distinto a los individuos que la integran, representado por los diputados, sin estamentos ni mandato imperativo.”
La Constitución de Cádiz enlazaba con las Leyes tradicionales de la Monarquía española pero, al mismo tiempo, incorporaba principios del liberalismo democrático tales como la soberanía nacional y la separación de poderes.
Limitaba considerablemente los poderes del Rey, otorgándoselos a las Cortes.
Los diputados a Cortes eran elegidos mediante sufragio indirecto, siendo necesario para ser candidato poseer una renta anual procedente de bienes propios, con lo cual, el Parlamento quedaba en manos de las clases acomodadas, en vez de en manos de la nobleza, quienes habían ostentado el poder hasta entonces.
La Cámara era única, no existiendo una propia para la Iglesia o la nobleza. Se acabó con la Inquisición.
La separación de poderes, la más rígida de nuestra historia, siguió el modelo de la constitución francesa de 1791 y la de los Estados Unidos.
La Constitución no incorporó una tabla de derechos y libertades, pero sí recogió algunos derechos dispersos en su articulado, como la libertad personal o el derecho de propiedad.
Sin embargo, el texto proclama a España como Estado confesional, no reconociendo la libertad religiosa
. Esta Constitución tuvo gran influencia a lo largo del siglo XIX sirviendo de inspiración a las de otros estados de Europa y las nuevas naciones que se independizaron en América.
Aún hoy se le recuerda como “La Pepa”, en referencia al 19 de marzo en que se aprobó.
La vuelta al absolutismo
Una vez liberada Sevilla el 28 de agosto de 1812 y no haber sido capaces de vencer la resistencia de Cádiz, las tropas francesas evacuaron de Andalucía.
Aun así, la guerra se prolongó dos años más, con la consecuente sangría de suministros y hombres. Al igual que en el territorio peninsular había Juntas Provinciales, en el territorio americano había otras Juntas que asumieron el poder ejecutivo y de la Administración.
No tardaron en tener discrepancias entre ellas y con la Junta Central. Emprendieron así un proceso de autonomía que era difícil contener. Y más con un Estado en crisis prolongada.
Los franceses terminaron por rendirse en 1814, pero lo hicieron de la peor manera.
No reconocieron ni las Cortes ni la Constitución de Cádiz, de corte liberal.
Napoleón reconoció la legitimidad de Fernando VII, saltándose a su padre Carlos IV, retornándose a la situación jurídica que había en abril de 1808.
Ni al rey, ni a la aristocracia, ni a la Iglesia les gustaba la nueva Constitución que se había dado a sí misma la España Liberada.
Recordar la ideología profundamente conservadora de sus partidarios. Nada más entrar en España, liquidó al gobierno liberal.
Valiéndose de un general, dio un nuevo golpe de estado e implantó el absolutismo.
Volvía España al Antiguo Régimen. Y Sevilla no podía ser menos.
El 3 de abril de 1814 se conoció la noticia del regreso del rey desde Francia.
Curiosamente, el acontecimiento coincidió con el Domingo de Ramos.
Sacaron el retrato de Fernando VII en procesión.
Fantástico.
“Los patriotas del café de la calle Génova fueron al cuerpo de guardia del Principal en la Plaza de San Francisco, y sacando el retrato de Fernando VII del cuarto de oficiales, organizaron una procesión cívica, con hachas de cera y alquitrán.”
Uno de estos patriotas sevillanos del café de la calle Génova fue Bernardo Mozo de Rosales.
Fue uno de los redactores del llamado “Manifiesto de los Persas”, en el que se pedía a Fernando VII el retorno al Antiguo Régimen y la abolición de las Cortes de Cádiz.
La alusión a los persas la basaban los firmantes en la costumbre de los antiguos persas de tener cinco días de anarquía tras la muerte del rey.
Ellos identificaban esa anarquía con el espíritu liberal equiparando la Constitución de 1812 con la Revolución Francesa, exigiendo por tanto la restauración de los estamentos tradicionales.
El rey premió a Bernardo Mozo y lo nombró marqués de Mataflorida. Años después fue Secretario de Gracia y Justicia.
El 6 de mayo se llevó a cabo el cambio de nomenclátor de lo que hoy es la Plaza de San Francisco.
Pasó de llamarse Plaza de la Constitución a Plaza Real de Fernando VII. La masa enfervorecida “daba mueras a los liberales y frenéticos vivas al rey absoluto y a la Inquisición”.
De allí se fueron a la casa del secretario del Santo Oficio Juan García de Neira, que había recogido el estandarte del Tribunal poco antes de la entrada de los franceses.
El domingo 8 de mayo salió en procesión el estandarte “entre regocijadas turbas” mientras que desde Triana hacía lo mismo un grupo de reaccionarios con haces de leña y un pendón blanco con las armas del Santo Tribunal que había servido para los autos de fe que se habían celebrado en la parroquia de Santa Ana.
Los plumillas extranjeros tomaron buena nota y asociaron la Inquisición a la idiosincrasia española y, por lo tanto, natural su recuperación.
Como si en el resto de Europa no hubiese actuado el Santo Oficio.
La mezcla entre Leyenda Negra, Inquisición española e imagen romántica distorsionada creada en esta época ha configurado la imagen de España en el exterior hasta nuestros días. Absolutamente kitsch.
La Constitución de Cádiz había sido un ejercicio político magistral.
Al ser de inspiración progresista, quitó la legitimidad al partido afrancesado y se atrajo a esta facción.
De esta forma, patriotas y afrancesados quedaban unidos en el bando liberal. Napoleón quedó anulado en España.
Pero la incapacidad del absolutista Fernando VII y su corte retrógrada volvió a dividir España en dos bandos: los realistas fernandinos, partidarios del rey absolutista, y los liberales partidarios de la Constitución de 1812.
Con un país dividido y arruinado por seis años de guerra, Fernando VII se comportó como un déspota. Persiguió y ejecutó al disidente. Fue complaciente con los poderosos y aplastó a los débiles.
No hizo las reformas en el Estado que requerían los tiempos. Implantó el proteccionismo que arruinó la economía española y sublevó a los territorios de América.
Estuvo rodeado en todo momento de aduladores incompetentes. La incapacidad para resolver los problemas de gobierno le hizo cambiar de ministros constantemente. Con su padre, España perdió el paso. Con Fernando VII, se distanció.
Pese a ganar la guerra contra Napoleón, los gobernantes españoles no supieron ganar la Paz.
Del conflicto salió muy fortalecida Gran Bretaña, que ejerció su influencia sobre la América española favoreciendo las revueltas.
No era de extrañar.
La permanente crisis política de la Corte y la experiencia en autogestión durante la invasión francesa, unida ahora a la imposibilidad de comerciar libremente acabaron por inflamar los ánimos al otro lado del Atlántico. También es cierto que, según los historiadores, los imperios sobreviven poco tiempo.
El español duraba ya 300 años. Cayó como fruta madura.
Los liberales de Méjico, el cura Hidalgo y Morelos; los de Argentina y Perú, con San Martín a la cabeza; y los de Venezuela, con Simón Bolívar, se fueron sublevando y declarando la independencia del reinado de Fernando VII, no sin guerras ni violencias.
Portugal, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia reconocieron inmediatamente las nuevas naciones, que expulsaron a los españoles que allí vivían.
En España entró de repente mucho dinero procedente de estos “indianos”.
Por su parte, los liberales españoles consiguieron, mediante otro golpe de Estado militar, reponer la Constitución de Cádiz durante tres años, de 1820 a 1823.
Tropas que marchaban a América para sofocar las revueltas se revelaron en Las Cabezas de San Juan lideradas por el teniente coronel Riego.
El domingo de Ramos de 1820 los liberales sevillanos, en vez de los populares pasos procesionales, sacaron el retrato de Riego por las calles de Sevilla.
En América, no todos los criollos apoyaban la Constitución de Cádiz, puesto que propugnaba que todos los españoles fuesen iguales ante la Ley; ellos se consideraban superiores a los indígenas.
Fernando VII mandó emisarios y pidió ayuda al rey de Francia y al zar de Rusia para dar otro golpe de Estado y desalojar a los liberales del gobierno.
Gran Bretaña se abstuvo de intervenir a cambio de que les dejasen hacer en la América española. Su intención fue convertir los nuevos estados en colonias económicas.
La Santa Alianza, formada por Rusia, Prusia, Austria y Francia, intervino en la política interior española por las armas. Un nuevo ejército francés se preparaba para entrar en España.
Esta vez eran los 100.000 hijos de San Luis.
Al menos, esta vez tendrían especial cuidado en no cometer los actos de rapiña de sus predecesores napoleónicos.
La imagen de estos soldados franceses, elegantemente uniformados y de correcto comportamiento, acabó dando pie al dicho popular “eres más bonito que un San Luis”.
Aunque la que nos gusta a nosotros es “eres más bonito que un San Luis de palo”, en referencia a las imágenes jesuitas de San Luis Gonzaga, que son bastante anteriores.
Fernando VII, en contra de su voluntad, fue obligado por las Cortes con mayoría de diputados liberales a abandonar Madrid ante la amenaza de los Cien Mil Hijos, comandados por Luis Antonio de Borbón, el duque de Angulema, sobrino del rey de Francia y primo del de España.
Fueron enviados por las cortes conservadoras europeas para acabar con el gobierno liberal que regía España desde 1820.
Sus partidarios definieron este viaje como un secuestro. Fernando VII partió rumbo a Sevilla cinco días antes de que entrasen en España las tropas francesas.
Tras pasar por Córdoba, el 10 de abril el cortejo real llegó a Sevilla entre la indiferencia y la repulsa del pueblo que salía al paso.
A su paso por Alcalá de los Panaderos (hoy Guadaíra), elementos exacerbados intentaron cortar el paso de la caravana real. Fernando VII escribió en su diario:
“A causa de los milicianos de Madrid, que insultaron lo que no es decible (aunque yo no lo oí); se habían tendido en medio del camino para no dejar pasar: gritaban, mueran los Borbones, los tiranos; ya no nos manda; mira cómo has salido; y otras cosas a este tenor.”
La caravana real era muy larga. La familia real viajaba con el Gobierno, las Cortes y todo el aparato administrativo del Estado.
Sevilla esta vez no le preparó a Fernando VII un recibimiento equiparable al de José I.
No hubo desfile, ni fuegos artificiales, ni fiestas de bienvenida, ni arcos de triunfo.
Los actos protocolarios de rigor en un ambiente más bien de luto. El rey se hospedó, como siempre, en su casa; en el Alcázar.
Prácticamente no podía salir a la calle. Cada vez que lo intentaba se producían graves incidentes. La gente de a pie daba mueras al rey y al tirano.
En el Alcázar, Fernando VII hizo rápidamente amistad con un personaje muy peculiar: el anterior Alcaide, que había sido depuesto por razones políticas por el gobierno liberal.
Tenía acceso a S.M. el Rey porque residía en el Alcázar en uno de los cuartos del Patio de Banderas, por su condición de mariscal de campo del ejército, vieja gloria de la guerra de la independencia y de académico de Bellas Artes.
El mariscal Juan Downie, no se había visto en otra en su vida.
¡Alternaba nada menos que al S.M. el Rey de España!
Había adquirido la nacionalidad española y abrazado el catolicismo con la fe del converso.
Robusto, la cara desfigurada, tuerto de un ojo y cojo; de dos metros de altura y andar desgarbado, rubiáncano, bigotón y patillas frondosas; el mariscal alardeaba por las calles de Sevilla de su fidelidad al rey y de sus arriesgados servicios en la Guerra de Independencia.
Despechado con el gobierno liberal, se definió a sí mismo como el realista número uno.
Downie ofreció su espada, la del conquistador Pizarro, en el caso de que la gente invadiera el Alcázar y atacara a Fernando VII.
En el Alcázar, el gobierno liberal había dado la orden de que a Fernando VII se le tratase con gran deferencia y respeto. Éste se creía a pies juntillas lo que le decían sus aduladores.
Vivía convencido de que estaba realmente tocado por la Gracia de Dios. Milagrosamente había conseguido conservar la cabeza pegada al tronco a pesar de haberle darle varios golpes de estado a su padre y a los gobiernos liberales, sufrido los tejemanejes de Napoleón y el cautiverio en Hendaya y, por último, el trienio liberal.
Ahora venía un ejército de franceses mandado por su primo a liberarlo y reponerle los poderes absolutos. Era cuestión de tiempo. De Juan Downie ya hemos hablado. También se creía tocado por la Gracia de Dios.
La primera sesión de la Cortes en Sevilla tuvo lugar el 23 de abril.
Se celebró en la iglesia del Colegio jesuíta de San Hermenegildo, que acaba de ser desamortizada.
Agradó especialmente esta ubicación a los diputados doceañistas porque se parecía mucho al Oratorio de San Felipe Neri de Cádiz, donde se tuvieron que refugiar las Cortes durante la guerra de la independencia.
Recogiendo el testigo de estos días, esta misma iglesia sirvió de primera sede del Parlamento de la Junta de Andalucía hasta que se mudó al Hospital de las Cinco Llagas.
Mientras, los Cien Mil Hijos de San Luis avanzaban de norte a sur prácticamente sin oposición.
Sólo en Cataluña les pudo hacer frente el ejército mandado por el general Espoz y Mina.
Con la inestimable ayuda de 20.000 españoles del Ejército de la Fe, los absolutistas llegaron a Madrid el 24 de mayo entre vivas al ejército francés y al rey absoluto.
Una vez más, Sevilla volvía a ser la capital de España.
En Sevilla se nombró Presidente del Gobierno Provisional a José María Calatrava, prestigioso jurista, ex diputado de las Cortes de Cádiz, y considerado un hombre de consenso entre las, cada vez más enfrentadas, facciones políticas liberales.
No obstante, este Gobierno cada vez estaba más desbordado por los acontecimientos y casi no tenía capacidad de acción.
El colapso llegó cuando, pensando que aún andaban por los secarrales de La Mancha, se tuvo noticias de que los franceses ya habían pasado el desfiladero de Despeñaperros.
El 8 de junio ya estaban en La Carolina. Por Extremadura bajaba otra columna en dirección a Córdoba.
La amenaza de llegar a Sevilla aconsejó a las Cortes el traslado a Cádiz, más fácilmente defendible. Fernando VII se negó en redondo a abandonar Sevilla.
Quería quedarse tranquilamente en el Alcázar esperando la llegada de su primo. Para forzarlo al traslado, a propuesta de los diputados Antonio Alcalá Galiano y de Agustín Argüelles, se le declaró “demente temporal”.
Se nombró una Regencia que tomó las funciones de la Jefatura Suprema del Estado.
Esta medida extrema causó gran malestar en amplios sectores del liberalismo, que entendía que no todo valía para conseguir sus fines.
Y aquí fue donde intervino el mariscal Downie.
Ideó un plan un tanto disparatado para liberar al rey.
“Al bizarro escocés D. Juan Downie / Oh de Fingal héroe descendiente, / que de las selvas de la Escocia fría, / volaste a defender la patria mía / con duro brazo y corazón ardiente. / Tú que del manso Betis la corriente / con tu sangre teñiste el claro día / que Hispalis admiró la valentía / con que libraste a su oprimida gente. / Tu merecida gloria eterna sea; / por donde quier que esgrimas el acero / victoria grata tus esfuerzos vea. / Y sigue siempre al estandarte ibero, / pues España se jacta y se recrea / de contar en sus huestes tal guerrero.”
Duque de Rivas.
El mariscal Juan Downie, como hemos visto, era un absolutista declarado, a pesar de que era amigo íntimo de Wellington, con quien se carteaba con frecuencia.
Se dedicó a redactar, imprimir y repartir proclamas en las calles, cafés y cuarteles de Sevilla calentando el ambiente a favor del partido realista.
Tenía de su parte a los sectores tradicionalistas y religiosos de la ciudad.
Con motivo de la entrada del ejército francés en Zaragoza distribuyó “Un leal Zaragozano”. Cuando entró en Madrid “Los madrileños a los sevillanos”.
Y el 8 de junio distribuyó la última: “Un sevillano matritense a sus compatriotas los sevillanos”.
Le ayudaban en sus propósitos el coronel Ángel Briones, el teniente coronel Raimundo del Orbe y el coronel Minio.
No se les ocurrió otra cosa que raptar a la familia real para llevarla a Gibraltar.
Movió a sus contactos británicos, e incluso llegó a contactar con su embajador, que residía en el Peñón.
Hicieron los preparativos, pero Fernando VII se opuso por lo arriesgado de la empresa.
Puso la excusa de que se pondría a la reina en peligro. Aunque lo más probable es que pensara que de ésta, sí que le cortaban la cabeza.
Igual que pasó en el Puente de Triana, Juan Downie le echó arrojos, pero salió mal parado.
Los informadores del Gobierno liberal español estaban al tanto de la trama.
Seguramente, el soplo salió de la embajada británica en Gibraltar.
Asuntos de alta política.
Les interesaba que sobreviviese el gobierno liberal para actuar como mediador con la Santa Alianza y sacar tajada.
El 11 de junio de 1823 fue detenido junto a quince de sus compinches y encarcelado, primero en el castillo de Santa Catalina en Cádiz y después en el penal del Arsenal de La Carraca en San Fernando.
Al ser apresado, el mariscal, en un gesto teatral, entregó la espada de Pizarro.
Se le instruyó un expediente de Justicia Militar.
Félix María Hidalgo, alcalde de Sevilla, formó la causa de “Downie y consortes”.
No le trataron mal en el penal de la Armada, aunque él se quejaba de que le habían puesto un centinela para que lo vigilase constantemente.
Era un preso ilustre. Aficionado a la escritura como era, Downie no perdió la oportunidad de explicarse.
En La Carraca redactó el “Manifiesto a los españoles y compañeros de armas”.
Sus razones son puro siglo XIX. Deber, Honor y Gloria… El himno de Infantería.
“...Yo os presento estos acontecimientos verídicos para que llevéis vuestra reflexión á dos puntos de vista: 1º. que un militar que tiene la gloria de haber derramado en otro tiempo su sangre en defensa de la libertad de España y de su cautivo Rey, no podía ni debía permitir que su sagrada e inviolable persona fuese ahora la presa y el objeto de las burlas de una facción Regicida; 2º que este mismo militar que conducido por sus honrados pensamientos hizo los mayores esfuerzos para conseguir el fin saludable que todos los dignos Españoles deseaban, fue tratado de conspirador y reo de traición, arrojado á un encierro indecente y envuelto con los criminales. El militar como tal, sea cual sea su opinión política, como individuo de un reyno desembaina su espada para sostenerla; pero tiene una obligación imperiosa de esgrimirla en defensa de su Rey y no puede volverla á su lugar sin pérdida del honor, si ántes no muere ó salva su sagrada persona; el Monarca de las Españas fué maltratado con palabras insultantes, tales que la razon y la justicia castigarian, aun cuando se atentase contra el Español de mas baja extracción: S. M. fué destronado de su solio: la muerte del Rey era la voz general del tumulto. ¿Y el general Downie se mantendría pasivo? ¿Esperaria que el puñal sacrilego realizase el acto criminal? Y si por medios honestos y legales con conocimiento del respectivo gefe de Palacio me presenté esforzado con otros valientes á defender a la persona del Rey ¿debí ser estimado traidor y conspirador?...”
Llegados a este punto, es necesario mencionar que durante el “trienio liberal” tampoco hubo procesiones de Semana Santa en Sevilla.
Varias hermandades tenían nombrado como hermano honorario al rey (Amor, Amargura, Museo, Trinidad, Los Gitanos, Exaltación de Santa Catalina, Quinta Angustia, El Valle y Gran Poder).
Se negaron a procesionar en 1820 en protesta por el pronunciamiento de Riego.
El resto de hermandades se solidarizaron con esta medida, lo que suscitó un gran descontento entre buena parte del pueblo sevillano, que se identificaba especialmente con la Semana Santa por encima de cualquier ideología política.
Los absolutistas se apoyaron en las cofradías sevillanas para tratar de enfrentar a la población contra el Ayuntamiento liberal.
Y lo consiguieron.
El Ayuntamiento prohibió en 1821 de forma indefinida los desfiles de Semana Santa.
Tampoco salieron ni en 1822 ni en 1823.
Durante estos cuatro años los oficios se celebraron en el interior de las iglesias.
La Semana Santa de Sevilla, tal y como la conocemos, estuvo a punto de desaparecer.
El Ayuntamiento amagó, en más de una ocasión, con reunir información sobre la legalidad de cada hermandad, a fin de promover la disolución de las cofradías.
Perseguía impedir el manejo político que, a juicio de los dirigentes municipales, ejercían estas asociaciones piadosas sobre la población.
No se volvió a hacer estación de penitencia por las calles de Sevilla hasta 1826.
Fernando VII estuvo en Sevilla dos meses y medio.
Una vez frustrado su plan de evasión, con gran disgusto, no le quedó más remedio que desplazarse a Cádiz, último reducto liberal.
El domingo 15 de junio de 1823 llegó a Cádiz la comitiva real entre la total indiferencia de sus habitantes.
Nada más llegar se le levantó la declaración de “demente temporal” que le habían impuesto para que no impidiese su traslado.
“Hemos caminado en Andalucía en el mes de junio en las horas de riguroso calor, sin salir del coche hasta el amanecer del día siguiente, (...) sufriendo insultos; entrando en los pueblos como si fuéramos unos reos de Estado, y pasando otras muchas incomodidades y disgustos”.
Poco después de que la familia real abandonara Sevilla, con el nerviosismo general por la inminente llegada del ejército francés, los realistas atacaron a los liberales.
El 23 de junio, día de San Antonio, asaltaron la Sociedad Patriótica de Sevilla y el Café del Turco, lugar de reunión de los liberales.
Ese día ardieron las bibliotecas de los liberales como ocurrió con los papeles de Bartolomé José Gallardo, el bibliotecario de las Cortes.
Tiraron al río las maletas del equipaje de los diputados, que esperaban a ser embarcados rumbo a Cádiz.
En Andalucía, los franceses sí que encontraron una resistencia eficaz en la parte oriental.
Málaga, Granada y Jaén resistieron gracias a la dirección del general Riego.
Aún así, llegaron a la Bahía de Cádiz a mediados de julio y comenzaron un asedio parecido al ocurrido durante la Guerra de la Independencia, cuando Cádiz se convirtió también en el último bastión de la España Libre.
Tras unos meses de escaramuzas, las tropas francesas terminaron por deshacer el sistema defensivo que se había construido en Puerto Real.
Terminaron venciendo en el caño del Trocadero, quedando abierta la toma de Cádiz. El 29 de septiembre las Cortes decidieron dejar libre al rey y negociar con el duque de Angulema. El 1 de octubre Fernando VII fue liberado.
“Mi augusto y amado primo el duque de Angulema al frente de un ejército valiente, vencedor en todos mis dominios, me ha sacado de la esclavitud en que gemía, restituyéndome á mis amados vasallos, fieles y constantes.”
Ese mismo día, el mariscal Juan Downie fue liberado del penal de La Carraca. El rey lo nombró comandante general de los voluntarios realistas de Sevilla y Cádiz.
No pararon aquí las recompensas.
El rey le otorgó la Gran Cruz Laureada de San Fernando en Sevilla el 15 de diciembre de 1823 por su gesto de ofrecer su espada para defenderlo; ya tenía la de 3ª clase desde 1819 por la acción de Espartinas.
El 12 de enero de 1824 recibió el nombramiento de segundo cabo de la Capitanía General de Andalucía.
Fue purificado el 26 de febrero de ese mismo año y rehabilitado para el servicio.
Además, lo repuso como Teniente de Alcaide de los Alcázares y Atarazanas Reales de la ciudad de Sevilla y sus anexos y del Palacio y bosques del Lomo del Grullo y de las Rocinas en el territorio redondo a ellos anexos que es en el Aljarafe.
El cargo lleva implícito asiento en el Cabildo o Ayuntamiento de la ciudad, junto al Asistente o Alcalde.
También lleva consigo la escolta de Alabarderos para la guarda de su persona y el ejercicio de la jurisdicción civil y criminal.
La ceremonia fue así:
“Ante el Asistente, el escribano de la Audiencia y otras personalidades, juró por la cruz de su hábito de Alcántara defender el misterio de la Purísima Concepción y guardar las ordenanzas de los Reales Alcázares así como ejercer fielmente su cargo e hizo «pleito homenaje». A continuación el Conserje de los Reales Alcázares le entregó en una bandeja de plata las llaves de las puertas y de los postigos del Alcázar y de la vivienda que dentro del Palacio le correspondía. Las tomó en señal de verdadera posesión quieta y pacífica y en asistencia de todos los testigos pasó a la capilla del Palacio en la que hizo oración. Después se dirigió al salón de monumentos y pinturas de la Escuela de las Tres Bellas Artes cuya presidencia también le correspondía y en presencia del Director y Secretario de la Escuela tomó posesión de su presidencia. A continuación bajó a los jardines y paseó por ellos e hizo soltar agua de sus fuentes en señal de verdadera y legítima posesión.”
El mariscal vivió el resto de sus días como un héroe por los tradicionalistas fernandinos, por lo que pudo vivir en el Alcázar rodeado de lujo y excesos, sin preocuparse de las deudas contraídas, que eran muchas.
Falleció dos años más tarde, en 1826.
Fue tal el montante de las deudas que legó a sus herederos, que su hermano Charles, al que había nombrado albacea, tuvo que entregar al Patrimonio Real la espada de Pizarro en compensación de las deudas contraídas en el desempeño del cargo de Alcaide del Alcázar.
La espada de Pizarro está en la armería del Palacio Real.
El Rey perdonó el resto de deudas y no embargó a la viuda.
El viaje de vuelta de Fernando VII a Madrid fue totalmente diferente al de ida, con corridas de toros, fuegos artificiales, ofrendas religiosas y besamanos de autoridades mientras el pueblo se desvivía con los gritos de “¡Vivan las cadenas!” que se oían en todas las paradas de aquel histórico viaje.
En París dedicaron una célebre plaza a la batalla del Trocadero y erigieron una estatua ecuestre del duque de Angulema en conmemoración de la “brillante gesta”.
Los diez años que siguieron hasta el fallecimiento de Fernando VII se conocieron como la “década ominosa”.
La bibliografía liberal y conservadora del siglo XIX ha sido muy crítica con la fase final del final del reinado de Fernando VII.
Persiguió sin misericordia a los constitucionalistas que intentaron hasta en seis ocasiones deponer a los gobiernos absolutistas.
Deshizo todas las medidas tomadas en el trienio liberal, excepto la abolición de la Inquisición.
No obstante, se vio obligado a tomar ciertas medidas reformistas, especialmente relacionadas con la amortización de los bienes de la Iglesia.
Se creó dentro del partido absolutista fernandino, frente a los partidarios de las reformas, un nuevo bando: los ultraconservadores, contrarios a toda reforma.
Fernando VII falleció en 1833 sin haber dejado descendencia masculina, a pesar de haber tenido cuatro esposas. Los ultraconservadores defendieron el acceso al trono de su hermano Carlos María Isidro.
Los liberales y los absolutistas reformadores defendían la voluntad del rey: su hija Isabel. Carlistas contra Isabelinos. Iba a haber guerra, y vaya si la hubo.
El caso del general Juan Downie es curioso. En vida fue un ganador. Partiendo de la nada, se jugó el pescuezo y ganó dos guerras en tierra ajena. Ascendió a lo más alto del escalafón militar español, que no es fácil. Y más, en los tiempos en que había que ser aristócrata para hacerlo.
Él no lo era. Se codeó nada menos que con el Rey de España, que lo recompensó ampliamente. Vivió con el reconocimiento, el lujo y la opulencia de un cargo público de primer nivel. Sin embargo, el tiempo lo ha puesto en el lado de los perdedores de la Historia.
Los liberales terminaron imponiéndose y aplicaron la “damnatio memorae” a las hazañas del bravo escocés. Ha sido borrado de la Historia. En Sevilla, nadie se acuerda de él. Ni siquiera en el Alcázar.
De Fernando VII, sí. Pero para mal. Pocos sevillanos lo saben, pero hay una estatua en bronce de él de grandes proporciones en la ciudad.
Fue esculpida por el francés Pierre Joseph Chardigny en 1831. En un principio estuvo ubicada en Barcelona, pero al exiliarse la reina María Cristina se la llevó a Francia en 1840, al Palacio de la Malmaison.
Con el tiempo pasó a propiedad de Napoleón III, hasta la venta del palacio en 1861, cuando fue enviada a la Infanta María Luisa Fernanda, que residía en Sevilla. A fin de cuentas, era la estatua de su padre. Con motivo de la visita a Sevilla de su hermana, la reina Isabel II, la Infanta mandó labrar un pedestal que lucía el escudo de España.
El conjunto fue colocado en los jardines del Palacio de San Telmo en 1862.
Con la donación a la ciudad del Parque de María Luisa, la estatua fue trasladada allí. En tiempos de la II República fue retirada y almacenada en los jardines del convento de Santa Clara, donde aún sigue.
En el antiguo Museo Arqueológico Municipal ha sido víctima de espolio. Le han amputado los brazos, la espada y el fajín. Fernando Marmolejo se los encontró en el mercadillo de El Jueves de la calle Feria.
Los compró para su conservación. Se ofreció al Ayuntamiento para su reposición. Nunca se hizo.
¡Menos mal que el Pali nunca se metió en política!
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Un artículo muy interesante, sobre todo por lo documentado que está. Enhorabuena.
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